Leo con perplejidad y a la vez con cierto alivio.
Mi perplejidad es por comprobar que la palabra manifiesto aún está en el mapa del lenguaje. Mi alivio, aunque discreto y reservado, es por escuchar alguna respuesta a la impunidad con que la ficción suplanta a la realidad y a la experiencia.
Sobre el contenido del manifiesto hay mucho que decir. Para eso están los manifiestos. Pero no es cuestión de ahogar en retórica y disquisiciones un gesto que tiene, cuando menos, la audacia de hacerse oír en público. Va por lo tanto mi apoyo. Y si persiste, irá también mi compromiso y mi contribución, por si cabe aportar algo de peso específico.
La declaración resulta oportuna además en estos días en que asistimos al festival de promesas de quienes aspiran a gobernar lo muy poco que queda de público en un espacio urbano inconsistente, desencajado e injusto. Ese muy poco restante es, ya se sabe, dinero y miedo. Una pequeña parte de dinero y enormes cantidades de miedo.
El dinero resulta lo más fácil, porque es materia de apetencia universal, y porque siendo público se siente como ajeno y se acostumbra a malgastar sin más mala conciencia que el temor a ser descubierto en un desliz. Pero ya no hace falta administrarlo. En un alarde de cinismo, la nueva escuela del poder ha redimido de esa gravedad a la clase política y ha proclamado que basta con gestionarlo. Curiosa trampa para la que abundan disfraces, convenciones y todo tipo de artimañas.
El miedo en cambio preocupa más. Primero porque el recurso sostenido a la huida hacia adelante, le ha permitido ganar terreno y hacerse tan denso y pegajoso que ahora resulta difícil escapar a su hedor. Y segundo, y sobre todo, porque el miedo no es otra cosa que la circunstancia que pone al descubierto la cobardía. Y eso delata a demasiada gente.
En mi opinión, la mixtificación de la arquitectura es sólo un síntoma menor de esa gran falsificación de la realidad que está permitiendo la abolición de la experiencia a medida que avanzamos sobre la energía incontenible del miedo.
Es por eso que propongo abrir manifiestos y debates sobre ciudades, arquitecturas y demás, a otras voces que, como la de la geografía, aun no estando libres de contradicciones, pueden aportar consistencia a este horizonte de incertidumbre. No en vano el oficio de geógrafo consiste fundamentalmente en orientarse.
Dejo abierta la cuestión que, sin necesitar una respuesta inmediata y concreta, puede abrir algunas vías de trabajo eficaces y atractivas ¿Por qué en las escuelas de arquitectura se estudia historia de la arquitectura y no se estudia geografía? Y siguiendo el camino indicado por el viejo pero lúcido e incombustible David Harvey, ¿por qué no enfocar la construcción de la realidad desde un materialismo histórico-geográfico que ayude a aproximar los acontecimientos y la teoría a la multiplicidad de escalas en las que se despliega la experiencia?
Salud y buenas noches, si es que no ha amanecido ya.
Que anda uno a estas horas, como Juan de la Cruz, sin saber si aún es ayer, si todavía es hoy o si ya es mañana…
PANCHO
viernes, 18 de mayo de 2007
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